La maternidad tiene sin dudas un lado B. Para la inmensa mayoría de nosotras, es muy difícil asumir en público nuestro lado B. Lo que no soportamos, lo que no podemos manejar, lo que nos hace pensar en qué estábamos pensando cuando decidimos embarcarnos en esto.
Yo tengo montones de simples en el lado B de mi disco (la metáfora suena antigua ahora que la música se escucha en streaming, pero pasé mi adolescencia poniendo vinilos). Todas los tenemos, aunque una madre perfecta siempre suena como el hit del lado A. Hoy voy a musicalizar con la cosa que más odio, detesto y aborrezco de la maternidad: el parque.
Un psicólogo a la derecha, por favor. El origen debe estar en mi propio trauma infantil con el parque. El más cercano quedaba a más de diez cuadras de mi casa y ya me sentía cansada de caminar cuando llegaba. Era un parque nuevo y los árboles estaban recién plantados así que, sin sombra, me moría de calor bajo el sol. Me molestaba la arena del arenero en mis zapatos. Y me molestaba ese campo de batalla que sentía que era el patio de juegos, debiendo luchar contra otros niños para el turno de la hamaca, soportando a los que me empujaban en el tobogán o la resbaladilla porque yo bajaba lento o a los que me levantaban muy alto en el sube y baja. La pelea cuerpo a cuerpo por el caballo más lindo del carrusel merece otro capítulo.
El parque es un mundo a escala. Y allí los niños aprenden a socializar. OK. Aceptando esto, hacia allí fui con mi hija primero y con los dos después. Si la arena me molestaba a los ocho años, a los 30 y pico directamente me desespera. Pero lo que más me desespera es el peligro permanente que para mí representa el parque.
Si hay un lugar donde se materializa la siempre presente fantasía del rapto de un hijo, es en el parque. Incluso ahora, que mis hijos ya están grandes, no puedo jamás relajarme allí. Me instalo en la puerta del patio de juegos para controlar que no salgan y no les saco un ojo de encima. Las otras madres con las que a veces me encuentro deben pensar que soy un ser antisocial, pero hablo sin mirarlas porque mis pupilas apuntan como un escáner a mis hijos. Aún así, todo el tiempo pienso que pueden ser abducidos por un secuestrador.
El otro temor es a que se desnuquen. No, no que se caigan y se golpeen, que como lesión grave se hagan un raspón y les salga un poco de sangre (lo que puede llegar a ocurrirle a un niño en un parque). Ante cualquier mínima caída, ya imagino la terapia intensiva. Cada vez que se les ocurre subir a un juego para escalar, preparo el número de las emergencias médicas.
El otro temor, ahora que crecieron, es a que se conviertan en asesinos. O sea, que empujen ellos sin querer al niño más pequeño que se caerá del juego para escalar y se desnucará. Así que ahora no solo presto atención a mis hijos, sino a los 14 niños que los rodean en cada juego.
Están más grandes, lo dije, y no piden tanto ir al parque. Menos mal. ¿Dije también que sigo odiando el sol como cuando tenía ocho años?Este post se publicó originalmente en Disney Babble.
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