Soy una mujer enormemente afortunada. El deseo de la maternidad se expresó en mí desde siempre. Nunca me cuestioné si iba o no a tener hijos, más allá de algún pensamiento nihilista que todo el mundo tiene en la adolescencia (¿para qué traer hijos a este mundo tan cruel?). Siempre supe que quería formar una familia y que deseaba que esa familia llegara en un momento en que yo estuviera preparada para darles a mis hijos todo lo mejor de mí. No un momento perfecto, porque no existe (si esperamos el momento perfecto para ser madres probablemente no lo seamos nunca), pero sí uno en el que me sintiera lo suficientemente madura para criar un hijo.
Desde que comencé mi vida sexual, me informé y llevé una consciente planificación familiar. Estudié, me desarrollé profesionalmente, encontré un compañero que me acompañó (valga la redundancia) y a medida que la pareja empezó a avanzar también lo hizo la fantasía de ser papás. Decidimos los nombres para esos hijos que algún día vendrían cuando no eran ni siquiera un proyecto. Pudimos comprar nuestra casa y hasta cumplir el sueño de un viaje muy deseado antes de encarar la búsqueda de un hijo. Todo muy de acuerdo a “los deberes” que se supone que una tendría que hacer.
En todo ese tiempo, me preguntaba si, cuando buscara ese bebé, iba a llegar. De joven tenía temor, pese a mis cuidados, a un embarazo no deseado que me parecía el fin del mundo. Cuando empecé a buscar mi primer hijo, un no embarazo deseado era lo que se me aparecía como el fin del mundo.
Tuve mucha suerte, lo dije, y logramos un embarazo por medios naturales muy pronto. Mis temores no terminaron ahí: primero viví con el pánico de que el embarazo no pudiera desarrollarse normalmente, temí perder a ese bebé y luego temí que algo malo pasara en el parto, tanto como había temido no concebirlo. Cuando tuve a mi hija en mis brazos, y luego también con mi segundo hijo, agradecí a Dios que nos hubiera protegido en esta primera parte del camino y le pedí que siguiera haciéndolo.
Vuelvo a recordar esos 18 meses (nueve con una, nueve con el otro) mientras leo un libro que se llama “El deseo más grande del mundo”. Lo escribió una periodista argentina, Luciana Mantero, que no podía quedar embarazada de su segundo hijo. Luciana cuenta su propia historia y la de otras diez mujeres que, como ella, emprenden la búsqueda de un hijo por fertilización asistida.
Si eres una de esas madres, lo hayas logrado o no, o estés aún en ese proceso, quiero decirte que te admiro. Cuando una dice “si yo no quedo embarazada me hago una in vitro” o “no lo dudo y adopto un niño”, creo que no termina de darse cuenta de la fortaleza que implica llevar adelante una maternidad que resulta esquiva.
Cuestionadas por sus entornos muchas veces, estas mujeres se exponen física, económica y emocionalmente para poder cumplir su deseo. A muchas les dirán “para qué tanto esfuerzo, déjalo ser”. Es una decisión para la que también hay que tener una enorme entereza.Y que tampoco merece ser cuestionada. La maternidad es probablemente la isla más personal del archipiélago que compone nuestro ser. La más atravesada por los mandatos y también donde más somos nosotros mismos. Creo que ni en la sexualidad una persona está tan expuesta, tan en carne viva, como al dar vida y criar a otro.
El libro me hizo emocionar y estremecerme en más de un pasaje. Me hizo sentir una vez más tan afortunada y agradecida de la vida. Y me hizo admirar a Luciana, a quien conozco, a sus entrevistadas desconocidas para mí y a todas las miles, millones de mujeres que luchan contra viento y marea para ser mamás. Sin dudas ser madre puede ser, como el título del libro, el deseo más grande del mundo. Lo que sí es seguro es el milagro más grande de la naturaleza.
Esta nota se publicó originalmente en Disney Babble Latinoamérica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario