Clase acelerada de educación sexual




Miércoles a la tarde, compra en la farmacia del barrio, llena de gente. Tenemos 10 personas delante para el mostrador de las obras sociales y mi hija se sienta a esperar (¿por qué será que los niños están siempre cansados y se sientan cada vez que pueden?). Yo voy dando vueltas, buscando otras cosas para comprar, hasta que Paloma me llama y me pide que me siente junto a ella. Ahí me doy cuenta del error estratégico que cometió quien diseñó esa farmacia: justo frente a los asientos, casi pegada a una distancia de medio metro, está la góndola de los preservativos. 

—¿Qué es esto?, pregunta mi hija, 11 años y medio, bastante sobreinformada como ya saben quienes bien la conocen. 
—Vos sabés.
—¿La protección?

En ese momento debería haber previsto lo que venía y haber dicho “hay mucha gente, vuelvo mañana”, pero no tenía más pantoprazol y no podía dejarlo para mañana. Así que me quedé. Lo que siguió fue una clase de educación sexual acelerada. 


Paloma escudriñaba la góndola de arriba a bajo, e iba preguntando por cada cosa que le llamaba la atención. En casa, en todos los temas, siempre fuimos de la idea de contestar todo lo que nuestros hijos nos preguntan con la verdad. A veces, claro, un poco ajustada a la edad del requirente y sin sumar más conceptos que las inquietudes planteadas, pero la nena tiene los genes de periodista de los padres, y el interrogatorio fue feroz. Así, tuve que responder qué significaba texturado y espermicida, Paloma se sorprendió con los que se iluminan en la oscuridad, pero más con el sabor a frutilla. Ahí se me puso complicado: explicar para qué serviría el sabor a frutilla en un preservativo. No expliqué: simplemente la dejé que ella sacara sus propias conclusiones sobre la utilidad del saborizante. “¡Decime por favor que ustedes no!”, exclamó antes de asegurar que eso “la había traumado” y de que yo no pudiera evitar estallar en una carcajada que hizo darse vuelta a la señora mayor que, a nuestro lado, escuchaba el diálogo. 

Pero había algo todavía más difícil. “¿Qué es ese sapo?”, inquirió. Me costó ubicar el sapo en cuestión y, cuando lo hice, empecé a transpirar. De nuevo, a aplicar la deducción sobre la finalidad de ese agujero debajo de los ojos. ¿Qué podía hacer? ¿Huir? ¿Quedarme y explicar? ¿Dejar que ella sola sacara sus conclusiones? ¿Escucharla y orientarla? ¿Prohibir que hable de eso con otros chicos?


Por suerte, nos llamaron. Compramos y nos fuimos. “Hoy me aprendí media vida”, me dijo cuando salimos de la farmacia. Sí, aprendió bastante. Y yo también. Que los tiempos de la paternidad no siempre los pone uno, pero que sí, siempre, hay que estar ahí cuando el reloj te lo marque. 


Y también aprendí, para la próxima, a fijarme bien en dónde se sienta mi hija.

Adriana Santagati

Soy periodista desde hace 20 años y mamá desde hace 10. Edito en Clarín Sociedad, soy blogger en Disney Babble y escribo en Ciudad Nueva. En este blog recopilo noticias, consejos, experiencias y reflexiones sobre todo lo que nos atraviesa en nuestra vida cotidiana (y en especial en la maternidad/paternidad).

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