Envidio profundamente a tres tipos de mujeres. Las que no necesitan vivir esclavas de la depilación, las que pueden subirse a tacos imposibles y las que tienen un peluquero confidente. Esas que, sentadas en un sillón, pueden levantar la vista y reconocer en el espejo la mirada de alguien que las conoce mejor que su psicólogo o su médico. ¿Hay acaso algún otro rasgo corporal que defina más a una mujer que el cabello?
Con el cabello, no se necesita una cirugía ni ningún proceso doloroso para ser quien una quiere ser: rubias, morenas, pelirrojas, con rulos, liso extremo. En la peluquería, cualquier mujer puede salir hecha otra.
Pero mi historia en la peluquería es una larga lista de desengaños amorosos. No hay una razón, pero siempre me he atendido por peluqueros (quizás por la misma irracionalidad por la que también prefiero ginécologas y psicólogas). Comencé en la infancia con el peluquero de mi madre, Isauro, un rígido señor de bigotito que daba instrucciones a su séquito de asistentes, todas con peinados vaporosos y permanentes muy eighties. Recuerdo haber pasado mañanas de sábado enteras allí, sentada en unos sillones que entonces eran muy modernos (e incómodos), y aún recuerdo canciones emblemáticas de mediados de los 80 que sonaban en la música funcional del local. Pero la relación terminó con violencia. Yo quería un corte carré a la altura de la nuca… y él entendió (o quiso entender) que ese era el punto más largo del corte. El resultado: un look varonil que me llevó días de llanto y un año hasta que volvió a crecer.
De allí me fui con Juan, que tenía unas mechas tan largas y rubias que parecía Jon Bon Jovi (ya estábamos en los 90), pero sus permanentes terminaron por dañar el vínculo (y mi pelo). Con Tino tuvimos un gran y largo noviazgo, pero se fue a Italia por la crisis del 2001 y me abandonó.
Pasé entonces por varios touch and go sin importancia. Una pareja en un departamentito en Belgrano, corte uno y color el otro, que te obligaban a hipotecar una jornada laboral entera ahí dentro (juro que llegué a pasar seis horas). Otro peluquero de mi madre me peinó para mi casamiento y me regaló un dolor de cabeza infernal la noche de la fiesta (debo decir en su defensa que se me ocurrió a mí el rodete que lo obligó a utilizar, literalmente, 100 horquillas). Con el de enfrente de casa podía pasar horas hablando de series (él fue el primero que me recomendó Breaking Bad), pero no acertaba el color de las mechitas y me las llevaba a un naranja, siguiendo con las series, muy Orange is the New Black. Incluso me cobijé un tiempo con Jordi, el peluquero de mi marido, que es encantador, pero insistía en hablar de futbol también conmigo.
Ahora estoy iniciando una relación con Walter. Me lo recomendaron en busca de unas ondas para mi pelo laciado (como dice mi hijo), y la verdad es que me dejó bastante Farah Fawcett en Los Angeles de Charlie, pero nos estamos conociendo. Esta tarde tenemos nuestra segunda cita. Deséenme suerte. Post en Disney Babble Latinoamérica.
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