El amor a un hijo nace en un abrazo


Muchas veces, estando embarazada de mi primera hija, pensaba en cómo iba a querer a esa persona que se estaba formando en mi panza, a esa auténtica desconocida. ¿Podría amarla tanto como dicen que las madres aman a sus hijos? Y si fuera así… ¿cómo sería ese amor? ¿Sería un flechazo como cuando en las películas la protagonista descubre al hombre de su vida con solo mirarlo a los ojos? ¿O sería como una mascota con la que uno se va encariñando?
El nacimiento del amor me parecía entonces el misterio más insondable de la maternidad. Hoy me lo sigue pareciendo, pero creo haber encontrado una explicación. No sé si es un instinto materno (un concepto bastante cuestionado desde la psicología) o si la maternidad es en definitiva una construcción voluntaria (amamos a ese hijo porque lo elegimos). De lo que sí estoy absolutamente segura es de que ese amor nace y se expresa en el contacto físico.
Las invito a recordar sensaciones. ¿Recuerdan algún roce más fuerte que cuando sostuvieron a su hijo por primera vez? Yo no podía mover los brazos por los efectos de la peridural, pero sentir a mi beba cuando la pusieron sobre mi pecho fue uno de los momentos más maravillosos de mi vida. Ni hablar con el segundo, en el que reclamé a mi médica más control sobre mi cesárea, con una anestesia más leve que me permitió estrujarlo y besarlo sin respiro desde que lo trajeron del control de neonatología.
Se forja el amor cuando le das la teta, por más complicada que sea la lactancia. Les daba siempre la última de la noche, antes de que se durmieran, en su cuarto, y éramos las personas más felices del mundo (yo lo era y sé que ellos también). Mi hija solo se dormía con una caricia muy especial que le hacíamos en el entrecejo y era amor lo que la llevaba a ella al sueño y, en su descanso placentero, me lo devolvía a mí.
Creo que en cada contacto físico se va cimentando el amor de una madre hacia sus hijos. Lo pienso ahora, pasada la medianoche, en la cama de mi hijo menor, donde acabo de leerle un cuento mientras él acerca cada vez más su cabeza a la mía. Hasta que, cuando termino la última línea, se vuelve y cruza su brazo sobre mi pecho en un abrazo casual, dulce, tan profundo que no me deja ir. No me quiero ir y en el fondo de mi deseo está quedarme así, durmiendo en ese abrazo, por siempre.
Disfruto cada abrazo que todavía me da mi hija, antes de que entre en la adolescencia y saludablemente yo empiece a parecerle insoportable. Y pienso que cuando llegue ese momento no voy a poder tolerar que me rechace si quiero abrazarla porque puede sentirse avergonzada. Sigo pensando ahora en mi madre, que tiene a uno de sus hijos a miles de kilómetros de distancia, y en cuántas veces habrá querido abrazarlo y tuvo que contentarse con escuchar su voz en el teléfono. Me dan ganas de ir corriendo hasta su casa en plena madrugada a darle un beso. Me duele el corazón por los millones de padres que han sabido que nunca más podrían fundirse en ese abrazo mágico y le pido a Dios que por favor me lleve antes de hacerme pasar por ese dolor. Prefiero ponerme a imaginar un futuro en el que mi piel arrugada sienta la caricia de los dedos firmes de mis hijos adultos.
Y aprieto fuerte ahora este bracito que me atrapa. Quiero capturar este momento por siempre. Porque esta piel con piel es la mejor definición del amor maternal.
 Post en Disney Babble

Adriana Santagati

Soy periodista desde hace 20 años y mamá desde hace 10. Edito en Clarín Sociedad, soy blogger en Disney Babble y escribo en Ciudad Nueva. En este blog recopilo noticias, consejos, experiencias y reflexiones sobre todo lo que nos atraviesa en nuestra vida cotidiana (y en especial en la maternidad/paternidad).

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