Miro a mi hija comprando en la verdulería. La espero en el auto y la veo desenvolverse con soltura, aprendiendo a hacer las compras. Pregunta a la vendedora cuánto es y desde el auto, donde estoy y la observo, intuyo que está haciendo cuentas, calculando el vuelto, y que festejará internamente cuando reciba la misma cifra, pequeños triunfos en el proceso cotidiano en el que “te vas haciendo grande”.
Y, de repente, un temor asfixiante se me viene encima como una sombra densa, viscosa: que yo no esté más allí para verla crecer. Que tenga que pelearse sola con el mundo, haciendo cuentas y calculando vueltos, que se decepcione y sea traicionada, que sufra y que llore, que proyecte y concrete, que se caiga y se levante, que celebre y que ame, que tema y que no tema temer. Que le pase todo eso y yo no pueda secarle las lágrimas, reírme en sus carcajadas, estrujarla en mi abrazo, sentir su odio frente a mis límites.
Por mi propia historia, siempre temí a las pérdidas. Mi padre me dejó de una forma absurda cuando era muy pequeña y siempre tuve muy presente lo efímera que es la vida. Pero la maternidad te pone en otro lugar. Temés la llegada del peor fantasma de una madre, que es la pérdida de un hijo, pero no podés permitirte el miedo a que seas vos la que no esté. Es una cuestión de instinto, de supervivencia: es inviable imaginar a tus pichones chillando solos en el nido, sin nadie que los ayude a volar.
Pero esta vez, por primera vez, sufrí la angustia de ese sentimiento. ¿Por qué ahora? Será porque me estoy acercando a los 40 y siento que el tiempo del reloj no es inagotable. O porque un cercano compañero, padre de tres hijos, se murió hace pocos meses en un accidente igual de absurdo que el de mi papá. O porque mi madre está atravesando un tratamiento oncológico y su enfermedad me hizo dar cuenta de que las madres (porque aunque ella sea abuela siempre será madre) no somos inmunes.
Muchas veces pienso que la supervivencia de la raza humana está dada por su inconsciencia. Si fuéramos conscientes de los peligros del afuera, de los boicots a los que nos puede llevar nuestra mente y de lo insoportable que puede ser el dolor, Adán y Eva se habrían encerrado en una cueva sin siquiera probar la manzana y la humanidad toda habría terminado en ellos dos.
Pero mi hija sube al auto, con su compra en la bolsa, ajena a mis cavilaciones, feliz por su pequeño triunfo con la cuenta. Y pienso en que, aunque daría cualquier cosa por tener una hoja de ruta que me marque a dónde y cuándo voy a llegar, lo fascinante de la vida es justamente que ese mapa no existe.
Somos todos iguales, solos y desnudos frente al camino, escarpado o en pendiente, recto o con curvas y contra curvas. No puedo garantizarles a mis hijos cuánto los acompañaré de copiloto, pero sí puedo permitirme levantarme por las mañanas con el visceral deseo de que estén siempre conmigo en mi auto, en todos los días que tenga que recorrer esta ruta. Y proponerme disfrutar intensamente de este viaje.
Esta nota se publicó originalmente en Disney Babble Latinoamérica.
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