Elegimos el nombre de mis hijos cuando mi marido y yo no sabíamos en qué terminaría esa aventura sentimental que habíamos emprendido. Casi como un juramento romántico, igual que en las películas, en nuestras primeras vacaciones en una tranquila playa uruguaya decidimos que si algún día teníamos una hija le pondríamos el nombre de ese lugar. Recuerdo exactamente el momento, tirados en la arena bajo el sol, en el que elegimos ese nombre con música, que remite a la paz y a volar, con toda la significación de libertad que ese vuelo también encierra.
Imposibilitados de abstraernos del ideal de familia tipo con el que los dos crecimos (cuando todavía se creía que existía una familia tipo), la elección del nombre del varón llegó un tiempo después. No recuerdo esta vez el momento exacto, porque creo que tuvo que ver justamente con la consolidación de la pareja. Ya esos hijos empezaban a aparecer en nuestra fantasía como un deseo concreto y él, en uno de sus tantos actos de amor, eligió conmigo el nombre de varón que llevaba mi pintor favorito y que a mí me había gustado desde siempre. Corto, potente, también musical, con el aura del arte en sus cuatro letras.
Siempre me pareció un misterio y un absurdo la elección del nombre de un hijo. Razones como estas que acabo de exponer (tan lógicas o ridículas, o tan lógicas y ridículas) terminan marcando a una persona para el resto de su vida. Como si uno quisiera definir a su hijo en el nombre que le da, aunque en realidad se define a sí mismo. La ley debería permitir que nos llamemos con una letra, un número o un símbolo, como el cantante Prince, hasta la edad de poder decidir quién queremos ser. Lo propongo yo, que porto un segundo nombre que tiene toda una justificación en la elección materna, pero que detesto tanto que lo tengo guardado en el último cajón de la cómoda (no, no lo voy a decir).
Porque además no es hasta la adultez cuando uno empieza a usar su nombre como tal. Mientras, somos básicamente apodo. Salvo que el niño se porte mal todo el tiempo y nos obligue a usar el que aparece en su documento (nadie reta a un hijo con su sobrenombre), la forma en que nombramos a nuestros cachorros suele ser el diminutivo, que nos permite personalizarlo al tiempo que lo rodeamos de un halo de cariño en las palabras. No suenan igual (ni son lo mismo) un Federico que un Fede o una Delfina que una Delfi.
Así que, si están en la dulce espera y buscan nombres, más que nombres les recomiendo que busquen apodo. No hagan como yo, que le elegí a una un nombre cuyo apodo suena a palazo y el otro, de tan corto, directamente no tiene. O si van solo por el nombre, acepten que los van a terminar llamando de la forma más insólita.
Mi hija optó ella una deformación curiosísima de una forma en que la llamábamos de pequeña… y que es el apodo más común para otro nombre. Mi hijo acaba de decidir que quiere que lo llamen con un apodo que le inventó un amigo del jardín. “Me gusta que me llamen por un apodo porque es más lindo”, me dijo. Tiene razón. A mí, cuando me llaman por mi apodo, todavía siento que en esas cuatro letras va implícito el afecto con el que me rodearon en mi niñez, así que bienvenido que mis hijos eligieron su propio sobrenombre.
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