La Corte Suprema de Estados Unidos tomó una decisión de enorme impacto social y político a nivel mundial: autorizó el matrimonio entre las personas de un mismo sexo en todos los estados del país. Los analistas opinarán sobre la relevancia de este gesto, casi en el final del mandato del presidente Barack Obama y pocos meses antes de la visita del Papa Francisco. Pero lo realmente significativo de este fallo es el cambio fenomenal que implicará para la vida de millones de personas.
En la Argentina, la aprobación del matrimonio igualitario en 2010, pionera en Latinoamérica, fue una lucha de los colectivos gay que celebramos muchos. El reconocimiento a las uniones del mismo sexo de parte de la mayor potencia del mundo será un innegable aporte a la misma lucha en otras partes del globo.
Porque hay algo que no se debe perder de vista. Estamos hablando de leyes y derechos. Pero, básicamente, estamos hablando de amor. Y de darles a las personas la posibilidad de expresarlo de la forma más fuerte que hemos encontrado como sociedad para hacerlo en miles de años de historia.
La cuenta de Twitter oficial de la Casa Blanca impuso el que sería el hashtag de este triunfo: #LoveWins. El amor gana. Fabuloso. Concreto y perfecto. Porque, sí, el amor siempre gana.
El matrimonio es una victoria del amor. En un mundo donde todo es cada vez más descartable y donde millones de parejas optan por vivir sin un papel que las una, pasar por el registro civil es también una declaración de principios.
Respeto plenamente a las parejas que eligen solo la convivencia y que ese formato les resulta suficiente. Pero yo elegí el matrimonio y creo en esa opción. En tiempos efímeros, casarse es un acto de fe. Es creer en la posibilidad de construir algo eterno, que solo lo muerte pueda separar pero no destruir. El matrimonio es, como los hijos, la ilusión que sostenemos las personas de algo que nos pueda trascender.
Pero no solo es ilusión sino construcción. Esa ilusión de trascendencia la sostenemos nosotros mismos, con el compromiso cotidiano que implica ser marido y mujer (o marido y marido, o mujer y mujer). Estar allí, en las buenas y en las malas. Aprender que el amor que nos sacudió cuando nos conocimos muta en otro, cotidiano, que está formado por pequeños momentos y tiene que combatir día a día la rutina, los problemas y el desgaste.
En las sociedades occidentales, el matrimonio facilita también muchos aspectos legales, lo cual no es un detalle menor. Recuerdo que una de las primeras parejas de dos hombres que se casaron en mi país me contaron que la ley les había permitido algo hasta entonces impensado: poder sumar sus dos salarios para pedir un préstamo hipotecario y comprar su propia casa. El matrimonio te permite también acceder a la seguridad social, a la cobertura de salud, a adoptar juntos un hijo, a una pensión, a heredar, a decidir cómo enterrar a tu cónyuge. Te da legitimidad social. Pero, fundamentalmente, te da la posibilidad de legitimar, uno con el otro, esa opción de vida juntos.
Y por eso es tan importante que cualquier persona que quiera casarse pueda hacerlo, sin importar cómo exprese su condición sexual. Vivimos tiempos de nuevas familias y ese “papel” es relevante para quienes lo firman, si quieren firmarlo, por lo que esa firma expresa.
El párrafo final de la sentencia de la Corte estadounidense es impecable. Es un resumen perfecto de lo que significa el matrimonio y de por qué todos tenemos que poder gozar del derecho a elegirlo: “Ninguna unión es más profunda que el matrimonio, porque representa los más altos ideales de amor, fidelidad, devoción, sacrificio y familia. Al formar una unión marital, dos personas se convierten en algo más grande que lo que eran. Como algunos de los peticionantes demuestran en estos casos, el matrimonio representa un amor que puede durar incluso más allá de la muerte”, escribieron los jueces.
Elegirse. Unirse. Trascender. El amor siempre gana.
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