Recuerdo ese día (o, mejor dicho, esa noche) “fundacional” en mi vida. Mi hermano llegó a casa con un walkman, un aparato capaz de abrir mundos, de permitirte llevar tu música a todas partes. En mi casa sólo había un tocadiscos gigantesco y una radio Noblex Siete Mares que supuestamente enganchaba emisoras en todo el planeta, y que era casi tan grande como el tocadiscos. El walkman fue una revolución para mis 11 años y el casette que mi hermano trajo para estrenarlo me inició en la música: The Joshua Tree, de U2.
El disco está cumpliendo 30 años y Bono y compañía anunciaron festejos con una gira que, por ahora, no incluye Sudamérica. Los vi las tres veces que vinieron a la Argentina y si bien hace años que no escucho un disco de U2 entero, la banda es parte de mi historia. Será porque siempre estará asociada a esa noche de 1987, a mi hermano que me los hizo escuchar, al walkman y a la iniciación en la adolescencia.
Mis gustos musicales cambiaron, evolucionaron, se ampliaron y al mismo tiempo se hicieron selectivos. Siempre digo que soy ecléctica, que me gustan muchas cosas, pero no me gusta de todo. Y aquí empieza el asunto. Cuando como padre creés que la música es como el club de fútbol, y que a tus hijos le va a gustar The Smiths por “herencia”, la misma causa irracional que los hace gritar como dos locos en la platea Alcorta. Pero no. La educación musical, amigos, es uno de los capítulos más complejos de la de por sí compleja educación.
Cuando eran bebés, el “Babies go” te simplificaba todo. Desde Bob Marley a los Rolling Stones, todo podía pasar por ese tono xilofón capaz de convertir a “Satisfaction" en una soporífera canción de cuna. Fueron creciendo y les hacía escuchar mi música, la que yo escuchaba en cada etapa (digamos que tengo un corpus de base al que voy matizando con otros intérpretes en distintos períodos, como si fuera un pintor). A los 11 meses, por ejemplo, Paloma deliraba con “Hung up” de Madonna o a los 6 años Joan amó instantáneamente “Sunset” de The XX.
Pero no me pregunten qué pasó. Hay un momento en que los hijos despliegan las alas y vuelan. Y sin saber cómo, te los encontrás un día bailando “Regaetón lento” en el living. ¿Perdón?
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La escuela, los amigos, la televisión, la ósmosis: no sé. ¿Y entonces? Yo me resigné a medias. Cada tanto, a la noche, mientras cenamos, pongo Spotify en el celular con la premisa de que cada uno vaya eligiendo un tema para musicalizar la cena. Ahí, sigo insistiendo con mis principios, hago de tripas corazón y acepto algunas cosas que me resultan “inescuchables” y los insto a poner esas canciones que a ellos les gustan y a mí también, y a explorar otros temas de esos intérpretes. Descubrí que la música es un buen ejemplo de cómo tus hijos te confrontan con que tu palabra quizás no sea la sagrada. Me parece, como padres, que hay que pensarlo, más allá de esto. Y escuchar lo que ellos tienen para decir.
Así que intento aprender de sus gustos y, especialmente, entenderlos. Entender qué los motiva y qué les interesa. Al fin de cuentas, mi mamá me hizo escuchar toda mi infancia las canciones italianas de los domingos de Italianísima, y me generó el efecto adverso. Mostrarles lo que nos gusta, explicarles, prestarles atención, compartir. De eso se trata. Esta noche voy a hacerles escuchar otra vez The Joshua Tree. A lo mejor ocurre el milagro y pueden descubrir la magia que se esconde en los acordes de “With or without you”.
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