Tíos y sobrinos, a la distancia

Hace unos meses, encontré en un baúl cuatro grabaciones en Súper 8 de un viaje que hice a Italia con mi madre en 1981. Yo tenía cinco años, mi padre había muerto hacia dos, mi madre nunca había vuelto a su pueblo natal y los hermanos que habían quedado allí querían verla.
Nunca hablamos de lo que significó ese viaje para ella, pero sí se muy bien lo que significó para mí: descubrir una enorme familia, con tíos y tías amorosos, primos de mi edad con quienes jugar, dos meses de diversión y todos los consentimientos que pudiera desear. También significó, cuando lo recordaba años más tarde, mucho enojo porque esas vacaciones habían quedado suspendidas en el tiempo y esa rama de mi familia no formaba parte de mi realidad cotidiana.
Recuperé esos videos. Daniel, de Panorámica, experto en compactar las imágenes de los futuros recuerdos de mis hijos, hizo un trabajo artesanal y el DVD del viaje fue el regalo del Día de la Madre para la mía. “¿Se lo tenés que dar hoy? -inquirió mi hija- Va a llorar todo el día”.
Pero mi madre no lloró. Mi hija se enojó (“Tenías que llorar porque yo te quería CONTENER”) y la Nonna respondió que se había emocionado “por dentro”.
Las lágrimas eran mías. No me había emocionado verla a ella joven, ni verme a mí a la edad que tiene mi hijo hoy, saludando a la cámara con los vestidos vaporosos con pechera de nido de abeja que mi madre me cosía. Lo que me quebró fue ver a mi tío Pasquale levantándome en andas en una excursión a una villa romana, feliz él, feliz yo.
Cuando me vi con él, los vi a mis hijos subidos a los hombros de mi hermano mientras caminábamos una tarde de primavera cerca del río. Él hizo el viaje inverso a nuestra madre y se radicó en Italia hace más de una década. En sus esporádicas vacaciones en Buenos Aires, el repitió con mis hijos lo que mis tíos hacían conmigo.
Sentó un nudo en el estómago porque yo sé lo que es perderse esas caricias y esos abrazos. Pero luego reflexioné que las cosas no tenían que ser exactamente iguales para mis hijos.
Cuando era pequeña, para llamar por teléfono había que encomendarse a la operadora internacional, y las comunicaciones eran tan caras que sólo se reservaban para las Fiestas. El correo tardaba horrores, y las tarjetas de Navidad llegaban para Pascuas. Y las cartas, con la misma lógica, tenían el tono del destiempo cuando uno las leía y cuando las escribía para contar algo que ya podría haber caducado cuando llegasen a manos del receptor.
Hace unos pocos años, mi tío Pasquale –que soñó ser periodista en los ’40, pero no se animó porque su madre no habría soportado un corresponsal de guerra—me hizo un regalo. Me mandó un libro-cuaderno que él mismo escribió con sus poemas. Era muy bueno como poeta. Me lo dedicó. Lo sentí entonces como un guiño pero sólo hoy, después de ver su imagen conmigo en ese video, puedo resignificarlo.
Agradecí a la tecnología. Agradecí infinitamente a internet y a quien inventó el web chat. Cada mañana, cuando abro mi correo electrónico, sé que estarán allí los mails de mi hermano para comentar, sin delay, las noticias del día desde el otro lado del océano. Mis hijos le hacen dibujos que también le mandan por mail. Cuando vamos a un museo o a un festival de ciencias, se sacan fotos para enviarle al tío, al igual que cuando se disfrazan o se pintan la cara en un cumpleaños. Chatean con él y el más chiquito, como no escribe, le pone emoticones.


Mi prima -la que me empujaba en el video- ahora también es mamá y sigo el crecimiento de su bebé casi semana a semana, foto a foto. Estamos todos tan lejos, como mi madre y su familia, pero tanto más cerca. ¡Cómo lo habrían disfrutado mis tíos…!

Adriana Santagati

Soy periodista desde hace 20 años y mamá desde hace 10. Edito en Clarín Sociedad, soy blogger en Disney Babble y escribo en Ciudad Nueva. En este blog recopilo noticias, consejos, experiencias y reflexiones sobre todo lo que nos atraviesa en nuestra vida cotidiana (y en especial en la maternidad/paternidad).

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