“En este momento, en algún lugar, alguna madre puede estar criando en el colecho a tu futura nuera”, me dice mi hermana, ya ni recuerdo a cuento de qué, en una de esas largas conversaciones por chat que tenemos en la que empezamos en un tema y derivamos en cualquier otro. “Sacá cuentas: una nena de dos años que, en unos 25 o 30, se estará casando con mi sobrino”.
Me río porque ella bromea siempre sobre las mujeres de las que se enamorará y a quienes ella intentará espantar, cosa que a mí me divierte porque en mi fantasía imagino una relación maravillosa con la persona con quien mi hijo decida compartir su vida.
Pero su reflexión me hizo pensar en si las formas de crianza que llevamos adelante con nuestros hijos influyen determinantemente en cómo ellos formarán su propia familia. O, mejor dicho, en si repetirán nuestros modelos o los rechazarán de plano. Entonces, pienso, si llego a tener nietos, ¿en qué cama irán a dormir?
En estos tiempos en que la teoría del apego tomó fuerza como modelo de crianza, hay un pilar que aferré, sostengo y promuevo. Es el del anticolecho. Del resto, apoyo todo. Los levanté en brazos cada vez que lloraron, los llené de caricias y de mimos, les di teta a demanda pese a lo complicada que fue para mí la lactancia. Pero nunca, jamás, ni una noche, dormí con mis bebés en mi cama. ¿Que si nunca tuve deseos de hacerlo? Todavía me muero de ganas de meterlos en la cama conmigo y dormir todos abrazados la noche entera, pero no pasamos de meternos a ver una película juntos y, cuando se les cierran los ojos, llevarlos a su cuarto.
Los estadounidenses hacen una distinción interesante: hablan de bed-sharing (compartir la cama) y room-sharing (compartir el cuarto). Hicimos room-sharing con Paloma hasta los cuatro meses. Después de una breve internación, entendimos que la cuna del sanatorio había acelerado la mudanza a su cuarto, contiguo al nuestro. Con la experiencia de la mayor, más o menos al mismo tiempo el menor también dejó nuestra habitación. Pero la barrera de compartir la cama no la cruzamos.
Encontrarán una bibliografía abultadísima a favor y otra igual en contra del colecho. En cuanto a las evidencias científicas, la Asociación Americana de Pediatría (AAP, que suele sentar directrices para las entidades médicas de otros países) recomienda el room-sharing sin bed-sharing. Afirma que hay evidencia de que compartir el cuarto reduce el riesgo de muerte súbita del lactante en un 50%. El colecho, en tanto, dice la AAP, puede ser riesgoso porque está asociado al aumento de factores vinculados a la muerte súbita y también a mayor riesgo de sofocación, asfixia y caídas.
Pero la principal razón por la que me opuse al colecho es porque creo fervientemente que la cama es el primer espacio íntimo de un ser humano. No solo es el ámbito de intimidad de la pareja, que siempre traté de proteger. También es el de mis chicos. Acompañar a nuestros hijos en el proceso de dormir solos, estoy convencida, es la primera apuesta que podemos hacer para fortalecer su autonomía. Es una herramienta para que empiecen a encontrarse en algo tan primario para un ser humano como el sueño. Dormir en su cama, solos, los ayuda a empezar a construirse.
Los míos dormían con un almohadón de medialuna que los contenía y yo les hacía mimos hasta que cerraban sus ojitos (Paloma necesitaba sí o sí de una particular forma de caricia en el entrecejo para conciliar el sueño). Siempre estábamos allí, su papá y yo, ante cualquier quejido o llanto. Así, desde bebés, aprendieron que cada uno duerme en su cama. Y sostuvimos también que no pueden pasarse a la cama de los grandes, aunque eso implique para los adultos levantarnos más de una vez a la madrugada y volverlos a llevar a su cuarto.
Hoy, cada noche se van a su cama, leen un libro si tienen ganas y se abrazan a su peluche para dormir. Y estoy segura de que la semilla para su descanso está en que le dije que no al colecho.
Foto: Flickr/ Hobo Mama
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