STodo comenzó hace unas semanas, con una foto de mi compañera blogger Isis Lugo en Instagram. Ella posteó una imagen de unas prendas de vestir de su hija y contó que la pequeña tiene una obsesión con las etiquetas de la ropa. Sentí que no estaba sola en el mundo: que no era una loca y que entendía perfectamente a Isis y a su hija de Isis porque yo, adulta, estoy obsesionada con las etiquetas. Y, claro, mis hijos también.
Luego se sumó al diálogo virtual nuestra colega Dessy Martínez. En dos países separados por miles de kilómetros, ya éramos tres hablando de lo mismo, de cómo molestan las etiquetas de la ropa: #laetiquetamepica, le pusimos como hashtag a la conversación. Empecé a buscar por Internet y me di cuenta de que las etiquetas son un problema para todas las madres del mundo.
Encontré notas enteras en sitios españoles dedicados al tema. En WikiHow explican cómo sacarlas (nada que nosotras no hubiéramos ya probado, pero nos confirman lo que sospechábamos: la que viene cosida directamente con la prenda no se puede retirar). En las redes sociales abundan los comentarios. Algunas bromas me hicieron reír mucho (reír para no llorar). No vamos a nombrar marcas, pero pueden aplicarse a más de una compañía líder (y no tanto):
“Me compré una manta en XX, pero no la uso: me tapo con las etiquetas”.
“Señor XX, si no le importa, envíeme la información en un PDF en vez de poner en los calzoncillos semejante racimo de etiquetas”.
“-Qué original tu bufanda.
-Es una etiqueta”.
“Esta mañana me compré unos vaqueros de XX y voy a ver si antes de mañana termino de quitar las etiquetas”.
“Lo bueno de XX es que si te compras una camiseta te puedes hacer otras cinco con las etiquetas que lleva cosidas”.
¿Por qué esa necesidad de escribir un tratado cuando lo único que necesitamos saber es si la remera se puede meter en el lavarropas o si el saco precisa un lavado a seco? Los fabricantes dicen que la extensión de la etiqueta tiene que ver con cumplir la normativa que les impone cada país respecto de la información que tienen que dar a sus consumidores. Empresas globales, padecimientos ídem.
La etiqueta me pica, dice el niño y tiene razón. ¿O ustedes nunca se desesperaron, por ejemplo, con una etiqueta en unas bragas que lacera como una lija nuestra cintura? Las que están cosidas con hilo de nylon (el que parece una tanza para pescar) son las peores: más de una vez, en medio de una reunión laboral, sentí que me estaba asesinando, lentamente y sin piedad, un Freddy Krueger que con sus uñas de acero raspaba mi espalda. Era la etiqueta de la camisa.
Empecemos una campaña. Inundemos las redes. Como el “Ice Bucket Challenge”, tirémonos un balde de agua, pongámonos una remera en la cabeza, ¡hagamos algo para despertar las conciencias! A los legisladores que impulsan tantas leyes, les pido por favor que piensen en una reforma que tanto nos aliviaría a las madres: que los fabricantes tengan que imprimir la información fundamental de la prenda (como su talla y su marca) en una serigrafía en un lugar que no se ve, ya hay compañías que lo están haciendo. El resto, que la pongan en una etiqueta de cartón fácilmente extraíble y lo más pequeña posible para cuidar también el planeta.
Si queremos un mundo en el que no haya más etiquetas “simbólicas” que nos cataloguen a las personas, empecemos por abolir las “reales”. Para que ninguna etiqueta más nos pique, nos moleste o nos haga daño.
Esta nota se publicó originalmente en Disney Babble.
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