Vivimos tan apuradas, tan preocupadas y tan estresadas que tenemos que caminar mirando al ras del piso para no chocarnos con el mundo (cuando no vamos mirando la pantalla del celular). Pero hay algo que nos estamos perdiendo. Algo que está arriba. Que nos invita a desconectarnos un ratito, a fantasear e imaginar. Claro, si nos animamos a levantar la cabeza.
La luna es una amiga misteriosa. Cercana y a la vez inaccesible, como esos amigos por correspondencia que tanto se usaban cuando éramos chicas para practicar idiomas, con los que nos contábamos gustos y secretos, nos mandábamos fotos y dibujos, pero sin llegar a conocernos nunca. Solo unos pocos amigos por carta tenían la posibilidad de verse cara a cara, un poco más, sí, que los hombres que tuvieron la oportunidad de pisar la Luna (fueron 12; ninguna mujer).
Incentivada por mi hermano mayor, que es un astrónomo frustrado, los fenómenos del cielo siempre me fascinaron, aunque no entiendo nada de las leyes de la física que los rigen. No hace falta: el universo, o la escasa porción de él que podemos ver en una noche estrellada, es un cuento, un poema.
La luna fue siempre para mí una protagonista privilegiada de esos relatos fantásticos. Cuando era chica, me encantaba mirarla, intentar descubrir sus cráteres, pensar cómo sería caminar sobre ella. Me llamó siempre la atención ese ciclo tan perfecto de luna nueva-cuarto creciente-luna llena-cuarto menguante. Y envidiaba a los astronautas que hace 45 años la colonizaron (mi abuela decía que habían montado todo en algún desierto solo para la transmisión de la televisión).
Pero los años pasan y la luna no deja de cautivarme. Y no soy la única. Hace pocos meses, se pudo ver en Buenos Aires la primera de las lunas sangrientas, una rara forma de eclipse total en la que el satélite toma un tono rojo y que se repetirá el 8 de octubre. Más de 3000 personas fueron al Planetario de la Ciudad, en plena madrugada de un día de semana, a verla con los telescopios y el tema fue trending topic en las redes sociales. Mi hija me pidió levantarse una hora antes de ir al colegio y nos quedamos un buen rato contemplándola en la ventana, abrazadas y en silencio, disfrutando del espectáculo.
No hace falta un raro eclipse para ceder a la magia de la luna. Ha estado allí por siglos, nuestro satélite, acompañándonos e iluminándonos, testigo de nuestra historia y nuestros sueños. Quizá por eso nos atrae tanto: porque es una forma perfecta, redonda, con la pureza del blanco, porque se la asocia a lo femenino (hermano sol, hermana luna) y hay en ella, entonces, una metáfora de lo maternal.
Las invito a mirar la Luna y a que lo hagan con sus hijos. Desde la terraza una noche de verano o desde una ventanita esas mañanas de invierno cuando todavía no amaneció, ni hablar en la playa o en el campo con el cielo despejado, cuando se une con las estrellas en un cuadro magnífico. Les sugiero que se relajen, se tomen de la mano, la miren y den rienda suelta a la imaginación. Es un regalo maravilloso.
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