Volver a mandar una tarjeta de Navidad


Hace un tiempo –no mucho, apenas un par de años– entrevisté a una mujer que mandaba centenares de tarjetas de Navidad. El operativo le llevaba todo diciembre: imprimía las tarjetas, las escribía de puño y letra, las enviaba por correo a familiares, amigos, ex compañeros de trabajo, antiguas compañeras de colegio, padres de los que fueron compañeros de primaria de sus hijos… Hablaba de lo lindo que es recibir una tarjeta de alguien que pensó especialmente en uno para enviarle sus buenos deseos, y en consecuencia ella disfrutaba de mantener viva una vieja tradición cada vez más acosada por la inmediatez de las tarjetas virtuales. En ese momento, ni siquiera habían llegado todavía los saludos por Whatsapp.
En todo eso pensé hace unos días, cuando leí el título de una nota en el diario: “En tiempos de e-mails, proponen volver a las tarjetas navideñas de papel”. Fui enseguida al texto, pensando en que quizás era una nota a aquella entrevistada, o que tal vez habían formado un grupo pro tarjeta navideña, como un amigo supo integrar hace más de una década uno de resistencia de la máquina de escribir frente a la PC. La nota resultó ser un anuncio de la campaña anual de venta de tarjetas de una asociación por la infancia. Los que proponían volver a las tarjetas navideñas de papel eran, en realidad, quienes las vendían.
Pero la nota me hizo recordar que, como me decía la señora de las tarjetas, es una sensación especial recibir un sobre portador de buenos augurios. Hoy, cuando abro la puerta de casa y veo un sobre desconocido, o me preocupo porque es una intimación a pagar algo o me fastidio por los árboles que talaron para mandarme una publicidad de algo que nunca me interesa. Cuando era niña, una de las cosas que más me gustaba de diciembre era el ritual de las tarjetas navideñas: entre el armado del árbol y la Navidad propiamente dicha, las tarjetas eran como una “previa” de la celebración. En mi casa siempre se mandaron porque buena parte de mi familia vive en el exterior, pero mi madre me invitaba igual a mandarle su tarjeta a mi prima Ana Lía, que vivía en Vicente López, apenas a una hora de viaje. Ibamos a la librería, elegía la tarjeta que más me gustaba para ella, nos sentábamos con mi madre una tarde a escribirlas, las llevábamos al correo, y esperábamos que les llegaran a sus destinatarios, y también que ellos nos enviaran las nuestras. De adolescente, seguí manteniendo la costumbre con mis amigas, prolongando así el contacto tras el fin de las clases. Todas esas tarjetas recibidas fueron a una colección, que en algún momento se perdió: tenía mis preferidas, como una tarjeta de osos y otra de Indonesia que una amiga le había enviado a mi hermano y yo me la apropié.
En un gesto de rebeldía vintage, les propuse a mis hijos que este año mandáramos tarjetas de Navidad. “¿No es un poco pasado de moda eso?”, me preguntó mi hija. Le expliqué, sintéticamente, todo lo que acabo de contar más arriba: por qué era tan lindo para mí mandar y recibir una tarjeta navideña. Así que juntos exploramos un viejo mundo nuevo. Como hacía yo con mi madre, elegimos a quién le enviarían ellos su tarjeta, fuimos a la librería, buscamos las que más nos gustaron, escribimos de puño y letra, pasamos la lengua por el sobre, las mandamos por correo.
Los chicos disfrutaron la experiencia. Ahora, hay que esperar. Que lleguen sus tarjetas y que quizás ellos también reciban alguna…

Esta nota se publicó originalmente en Disney Babble Latinoamérica

Adriana Santagati

Soy periodista desde hace 20 años y mamá desde hace 10. Edito en Clarín Sociedad, soy blogger en Disney Babble y escribo en Ciudad Nueva. En este blog recopilo noticias, consejos, experiencias y reflexiones sobre todo lo que nos atraviesa en nuestra vida cotidiana (y en especial en la maternidad/paternidad).

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