Mi primer acto del jardín de infantes fue también la primera gran frustración de mi vida. La maestra había preparado una representación del baile de Cenicienta para concluir la sala de 4. A mi amiga Valeria, la única rubia del curso, le tocó el protagónico. En el casting yo ni siquiera alcancé el antagonismo perverso de una hermanastra y tuve que conformarme con ser una más de las invitadas al baile. Como mis otras 15 compañeritas, yo quería ser Princesa.
En una época en que no había tal despliegue de disfraces como hoy, me gustaba jugar con un vestido amplio y de falda larga que mi tía Sisina me había mandado de Italia, para recrear mi propia historia entre los amplios salones dorados de un palacio, a la espera de un príncipe azul. Cuando me casé, dudé muchísimo entre elegir un vestido lánguido con un etéreo saco de encaje, o un vestido de novia clásico “a lo Princesa” de enagua armada casi como un miriñaque, pechera bordada y hombros ligeramente al descubierto. Adivinen con cuál llegué al altar.
Ahora que lo pienso, creo que inconscientemente me vengué 25 años después de la señorita Adriana y la noche de mi boda fui la Princesa que debería haber sido en el acto de salita de 4 (yo y todas las demás, claro). Me doy cuenta de esto al mirar con mi hija la impresionante colección de vestidos de Princesas que la casa de subastas Christie’s acaba de rematar en Londres a beneficio de un hospital de niños inglés.
Grandísimos diseñadores de alta costura hicieron una interpretación actual de los trajes en los que ilustradores de Disney enfundaron a Aurora, Cenicienta, Blancanieves y a las demás. Cada uno a su estilo, crearon piezas de seda, vinílico, bordados y piedras capaces de cortar la respiración de cualquier fashionista. Versace cubrió de dorado a Cenicienta; para Bella, Valentino cambió el rojo que es su marca por el amarillo; Oscar de la Renta le puso unas mangas a la capa de Blancanieves que me parecieron una exageración, pero les juro que mataría por el clutch dorado con forma de manzana; el strapless azul que creó Marchesa le quedaría mejor a Sandra Bullock que a Ariel, pero sí le sentaría perfecto a Jazmin el conjunto fucsia de Escada –y ni hablar a mí sus aros de mil argollas doradas engarzadas–. El Ralph and Russo verde agua para Tiana es de esos ejemplos en que menos es más, al igual que el Jenny Packham lavanda para Rapunzel. Dejo para el final el increíble kimono tejido que Missoni imaginó para Mulan y el Cavalli animal print de Pocahontas, versión perfecta para una Princesa moderna.
Pero EL vestido, coincidimos con mi hija, fue el que el diseñador libanés Eliee Saab imaginó para Aurora. Tul y seda rosa, piedras bordadas en el escote, una joya indescriptible. Alguna afortunada que haya podido pagar los más de 5.000 dólares por los que salió a subasta podrá ser, realmente, la Bella Durmiente en él.
Más allá de la firma y la belleza que cada una de estas piezas conlleva, la fascinación que a más de una mujer nos producen –niñas o adultas por igual—tiene que ver con lo que las Princesas encarnan. El sueño de ser Princesa es el sueño de que los sueños –valga la redundancia—puedan convertirse en realidad. Las Princesas son la muestra de que después de un camino de dolor, siempre nos espera la felicidad.
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