El club no es para mí




La vida del club no es para mí. Cuando mi marido empezó a insistir con que los chicos tenían que hacer natación, opuse resistencia. ¿Más deporte si ya hacen fútbol e iniciación deportiva? ¿Para qué, si con el intensivo del verano en la colonia de vacaciones pueden aprender bien a nadar? ¡Se van a cansar si les sumamos más actividades! ¿Cuándo van a ir?
Me desarmó con todos mis propios argumentos: las recomendaciones de los médicos sobre la actividad física diaria, los múltiples beneficios de la natación, la importancia de minimizar los riesgos en una pileta y las ventajas del aprendizaje desde pequeños. Perdí. Y ahí fuimos.
Todo lindo. El club está muy bien, las instalaciones son confortables, la gente es encantadora, los profesores amables, el guardavidas atento, a los nenes les gusta el agua. No fue hasta un día en que por (falta de) coincidencias de horarios, tuvieron sus clases en continuado y no en simultáneo, y yo me pasé tres horas ahí adentro. Entonces me di cuenta de por qué me había resistido tanto a que fueran a natación.
Primero, la temperatura. El ambiente está a una temperatura ideal… para el que está vestido con una malla. Los pequeños nadadores estaban fantásticos, pero yo en pulóver, botas y campera, me sentía como si estuviera en el Amazonas. Ni hablar de los dos bolsos de ellos, mi cartera, sus abrigos… un equeco a punto de deshidratarse.
Para verlos nadar, hay que salir del natatorio y espiarlos por una ventana –empañada–. Así que me volví a poner el abrigo y salí a Siberia para observar detenidamente a mi pequeño. Un rato, porque mi hija quiso ir al baño, volvimos a entrar al Amazonas, volví a desabrigarme, a abrigarme, y salimos otra vez a los jueguitos de la plaza de la entrada, en Siberia. Después mi otorrinolaringólogo me explica por qué los cambios de clima me provocan una reacción alérgica…
Los celos fraternales son otro capítulo. El menor me armó un escándalo porque no lo vi tirarse en lo hondo, y todo porque su hermana me sacó de la zona de visión de la pileta (para ir al baño y a los jueguitos). Escena en la puerta del natatorio, llorando, empapado. Yo, todavía, con la campera encima.
Lo contuve y lo logré meter en el vestuario mientras la hermana tomaba su clase. En la hora pico post-escuela, conseguir un cubículo libre es casi tan difícil como encontrar lugar para estacionar en el microcentro. Después, lograr que un niño de cinco años se duche sin que yo me duche vestida con él. El vapor no me deja ver. El no puede regular el agua de la ducha, que siempre está caliente o fría, me meto, intento que quede tibia (me mojo, claro). Le paso el shampoo, el jabón. El no acierta a cerrar la canilla. Me vuelvo a meter (me vuelvo a mojar). La toalla está empapada y no seca. Para cambiarse tarda media hora. Logro que quede impecable: bañado, peinado, prolijito. Yo estoy acalorada y empapada. Y todavía falta mi hija. Con ella es más fácil, pero más largo: incluye sesión de secador y cepillado de cabello mientras controlo que el varón no se escape.
Terminamos. Son las ocho de la noche y estoy agotada. Y no preparé la cena. ¿Pido una pizza y tiro por la borda todo el “trabajo saludable” de las tres horas anteriores? El freezer me salva. Los chicos están contentos. Después de la cena, le cuentan al papá que se tiraron de cabeza, nadaron en lo profundo, practicaron pecho. Los escucho y me siento feliz con mi deber de madre cumplido. Capaz, de tanto insistir, a la larga el club me termina gustando.

Esta nota se publicó originalmente en Disney Babble Latinoamérica

Adriana Santagati

Soy periodista desde hace 20 años y mamá desde hace 10. Edito en Clarín Sociedad, soy blogger en Disney Babble y escribo en Ciudad Nueva. En este blog recopilo noticias, consejos, experiencias y reflexiones sobre todo lo que nos atraviesa en nuestra vida cotidiana (y en especial en la maternidad/paternidad).

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