Hay seres humanos a los que les debemos mucho. Mi madre, que en la Italia de la posguerra lavaba la ropa a mano, dice que le debemos (casi) todo a quien inventó el lavarropas. Coincido con ella en que es fenomenal, pero en mi larga lista de hombres y mujeres que despiertan mi gratitud por sus hallazgos, inventos e ideas que cambiaron nuestras vidas, está más arriba don Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin esa máquina de lavado de nuestros traumas?
Vivo en Buenos Aires, la ciudad más psi de Latinoamérica. No es de extrañar entonces que sea una defensora a ultranza del psicoanálisis. Sin temor a exagerar, digo que la terapia me salvó. Que soy lo que soy gracias a haber enfrentado mis fantasmas en el diván.Probablemente, una de las tres mejores decisiones de mi vida haya sido empezar psicoterapia a los 20 años, cuando me sentía en un callejón sin salida del espíritu, que ya se me hacía insoportable también en el cuerpo.
No es gratis la terapia. No solo porque un buen terapeuta es caro, sino por la enorme inversión emocional que uno tiene que hacer en el tratamiento. En tiempo y en energía, porque muchas veces se siente que no se avanza o, lo que es peor, que se sale de la sesión más destruida de lo que se entró (o a veces una entra fantástica y sale hecha un mar de lágrimas). Pero hay un momento en el que la cabeza hace un click y lo que traba se empieza a destrabar. Ahora bien… ¿cuándo ya es suficiente y se puede decirle chau al psicólogo?
Conozco un solo caso en el que un terapeuta echó a su paciente. Dirán los detractores de la psicología que su retención tiene que ver, justamente, con no perderlo. Creo que un buen terapeuta tiene que ayudarte a que seas vos, solita, quien tome las decisiones. Incluido cuándo dejar. Pero, claro, dejar no es fácil. Porque siempre se necesita algún arreglo del “techista”, como dice un amigo mío (tampoco conozco a nadie que tenga un “techo” perfecto). En mi caso, atravesé, creo, varias variantes para el fin de la terapia.
Mi primera terapia fue la más larga: cuatro años. Digamos que el punto de partida fue tan negativo que el balance de los logros era evidente. Recuerdo perfectamente la sesión en que mi terapeuta me los hizo ir exponiendo, contrastando así lo beneficiosa que había sido la terapia para mí y haciéndome entender que podía seguir sin su bastón. Acordamos seguir algunas sesiones más para alcanzar el tan famoso “cierre” y nos despedimos con un largo abrazo. Sin dudas, el ideal del fin de un tratamiento.
Volví con otra analista tres años después y también con objetivos claros. Este tratamiento fue un acompañamiento clave en mi debut en la maternidad. Si bien valoro positivamente todo lo que me dejó, el final fue abrupto. Porque sentí que las inquietudes que yo planteaba mi terapeuta no las registraba como un problema. Entonces, si lo que yo le cuento no le interesa, ¿qué hago todos los martes a las 2 de la tarde sentada ahí? Armé mis valijas y me fui de esa relación. A la distancia, creo que la misión ya estaba lograda. Pero yo me empecinaba en más. Hay que saber aceptar hasta dónde uno puede llegar en determinados momentos de su vida. Y ser feliz con eso.
A la tercera me llevó también el cuerpo, con una somatizacion violenta. Empezamos bien, pero después la cosa un poco se enrareció. Había veces en que mi terapeuta me llevaba a lugares a los que yo no quería ir, pero no por negación sino porque sentía que no me aportaban nada a los temas que quería trabajar: era más bien una “transferencia inversa” de sus deseos y pensamientos hacia mi persona. Esta vez, aproveché la circunstancia de un cambio laboral para plantear mi voluntad de irme. Ella intentó retenerme, pero terminé casi dando el portazo. En realidad: le dije que me era absolutamente imposible seguir yendo por dificultades de horario, lo cual era bastante cierto, y me fui.
Mi primer y humilde consejo sobre la terapia es que no duden en recurrir a ayuda de un profesional cuando cualquier situación las angustie o las haga sentir mal. ¿Y para dejarla?
- Confíen en ustedes mismas para saber cuándo salirse. Si no hay avances en un determinado tiempo o se empieza a dar vueltas en círculos, la cosa puede no estar funcionando.
- No comparar. Fulana quizás fue menos tiempo, la psicóloga de Mengana le dice tal cosa… Pero Fulana es Fulana, Mengana es Mengana y yo soy yo. Tengo que analizar cómo me siento yo en relación a mi tratamiento y mi analista.
- El terapeuta siempre va a tener más recursos. Te va a traer a colación esa situación no resuelta del verano de 1995 como una prueba determinante de que hay que seguir. Pero una sabe realmente cuán importante fue el verano de 1995. Si tiene razón y eso todavía nos sigue haciendo daño… quizás aún no sea tiempo de dejar.
- Tomar las riendas. La terapia, en definitiva, es de una. Una se inmola ahí exponiendo su total intimidad. Tiene todo el derecho de decir: “Esto no me sirve”.
- No dudar en volver. Aún cuando hayamos cerrado el tratamiento, puede al tiempo aparecer una nueva gotera que necesite reparación. Lo que importa es sentirse bien con una misma. Nunca lo pierdan de vista.
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