Soy huérfana de padre desde los dos años y medio. Así que el día del padre siempre fue para mí un día extraño. En la infancia, sentí más su ausencia en las fiestas como la Navidad, cuando fantaseaba que él se aparecería en Nochebuena, como en una telenovela, diciendo que no estaba muerto sino que se había ido de viaje, y se sentaría a mi lado en la mesa. El día del padre íbamos al cementerio con mi madre a llevarle flores –aunque nunca, ni entonces ni ahora, sentí que mi padre esté debajo de una fría lápida de mármol– y ella compraba regalos que yo les daba a los hombres de la familia. Pienso ahora, a la distancia, que mi mamá hacía muy bien en comprarles esos modestos regalos que permitía la economía familiar.
Pienso también que esos hombres fueron piezas que me ayudaron a componer el puzzle de lo que para mí es hoy la figura paterna, y de algún modo lo que yo soy ahora.
A mi papá lo armé y lo aprendí a querer con los años. Nunca me enojé con él porque se hubiera ido tan pronto, pero sí me llevó tiempo entender que, pese a lo prematura de su partida, no era una ausencia sino una presencia. Los únicos dos recuerdos que tengo de él son tangenciales: no está presente, pero su peso en ellos no es por eso menos fuerte. En el primero, lo estoy llamando para que venga a almorzar; en el segundo y último, siento que algo grave pasa: es el accidente sin sentido que se lo llevó. Qué pasó y cómo pasó lo fui recomponiendo con el tiempo y años de terapia, del mismo modo que cómo era él. Acopié los pocos objetos suyos que quedaban en mi casa familiar, como sus viejos discos de pasta. Obsesivamente busqué durante años alguna foto en la que me tuviera en brazos: no la hallé, pero eso no me impidió sentir que esos abrazos habían existido, y que yo había sido muy deseada y muy querida. La vocación de periodista me ayudó a ir buscando fragmentos, y a hilvanarlos. Así, en el testimonio de los otros, conocí a un hombre entero, extremadamente trabajador, colmado de valores, dispuesto al sacrificio, solidario con los otros, abnegado con su familia, con un sentido del humor ajustado pero irónico. No logré conectarme aún con el tango, la música que lo apasionaba, pero como insiste un colega, el tango sabe esperar así que quizás él y mi padre puedan seguir esperándome. Aprendí a reconocer sus rasgos en mi rostro, y Dios o la genética me regalaron que mi hija tuviera sus mismos ojos, los que yo no recuerdo pero mi madre me describió. Recién entonces, cuando en ella lo miré a él, pude sentir que cerré un círculo.
Mi hermano mayor, muy mayor (nos llevamos 16 años), ocupó en muchos aspectos la figura paterna en la construcción de mi psique. A él le agradezco haber aceptado esa carga tan enorme que la vida le impuso, y la formación que me dio en mil aspectos. Buena parte de la persona que soy lo soy por lo que él es. Y también le agradezco que haya sabido ser siempre mi hermano, para organizar peleas a las trompadas en el medio de la cocina o conspirar juntos para comprar cosas prohibidas en el supermercado a escondidas de mi madre. Crecimos y ya no nos peleamos: vivimos lejos, pero conectados por la tecnología. Ahora tenemos diálogos larguísimos y profundos (y tontos también) vía e-mail. Y con esfuerzo aprendimos ambos a poner nuestra relación en su lugar, y a disfrutarla enormemente.
Mi tío es el patriarca familiar. Estuvo para comprar comida cuando no había dinero y para llevarme a la calesita los domingos a la tarde. Para contarme cuentos y para ayudarme a tener mi primera casa. Para cargarme al hospital de urgencia cuando me sentía mal y para leer frente a 100 personas en mi casamiento. Para retarme y malcriarme. Para ocupar ahora el sillón del nonno de mis hijos.
Mi padrino es el teléfono siempre abierto. La respuesta para la duda más diversa, la búsqueda pragmática de soluciones. El que me ayudó a tener mi primer trabajo hace 20 años, el que se aparece ahora con una sorpresa porque sí, porque cree que te va a ser útil. El hombro en el que sé que siempre, pase lo que pase, me voy a poder apoyar.
Y mi esposo es el que resignificó este día. El que hizo que empezara a festejar el Día del Padre. El que me dio dos hijos increíbles, el que me acompaña día a día en la compleja construcción de la maternidad.
El que celebro como mi pareja y vuelvo a elegir como compañero de mi vida. El que me sabe poner en eje, aplaude mis logros y me alienta en mis errores, la persona con la que 17 años después me sigo riendo y emocionando (no de las mismas cosas, sino de nuevas cosas en las que coincidimos), con la que puedo discutir constructivamente, a la que puedo mirar y decir que me enorgullece que sea el padre de mis hijos.
A ellos, a todos mis padres y a todos los padres, muy feliz día.
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